martes, 4 de junio de 2013

una nana para cerrar tus ojos

   No quería mirar a la esquina, no quería recordar por qué le regalé el pato de peluche que tenía sobre la cama, esa cama a la que no le había puesto sábanas desde hacía semanas. Un edredón arrugado y pegado a la pared tapaba parte del colchón lleno de miguitas de pan y una pepita de chocolate, que había dejado una mancha cerca del borde. El polvo se había adueñado de cada rincón del cuarto, también de los lugares más visibles. Únicamente el escritorio estaba un poco menos sucio. Pilas de cuadernos y libros esparcidos por el escritorio, y uno de esos sobre la mesita de noche. Pañuelos usados y arrugados, algunos se habían caído de la mesita de noche junto al cabecero y un buen montón alrededor del portátil, aún encendido, sobre el escritorio. Dibujos míos que le dediqué estaban pegados en las paredes. Una bolsa blanca de plástico asomaba del armario. Era la bolsa que llevaba meses atrás con todas las cosas que le había regalado desde que nos hicimos amigas. Reconocí la pulsera de cascabeles que le di por su cumpleaños, el conejito de peluche con el vestidito rosa y el pollito de fieltro que yo misma confeccioné por navidad. Le encantaban ese tipo de cosas. Camisetas y  pantalones sucios estaban dispuestos prenda sobre prenda echados encima del respaldo de la silla giratoria, le gustaba mucho dar vueltas sobre ella. Un charco rojizo se extendía bajo el somier hasta las zapatillas negras de estar por casa, con huellas grisáceas de otros zapatos. No entiendo qué la llevó a esconderse ahí abajo con tan poco espacio para moverse si le costaba respirar cuando se veía atrapada. La encontraron acurrucada al fondo, tras un montón de cajas de zapatos de las que se había adueñado un puñado de arañas. Era imposible haber llegado hasta ahí sin haberlas quitado primero, debió de recolocarlas ella misma. A pesar del atosigante olor a humedad y del caótico desorden una orquídea deslumbraba con sus tres flores y hojas brillantes colocada en lo alto de la cómoda frente a la ventana. No encontró el momento para echar a lavar los calcetines sucios esparcidos por ahí, pero sí para cuidar y mimar de una planta, cuidarla tanto como me pareció que ella ansiaba que hicieran con ella.


   Pocas personas podían presumir de conocerla tan bien como yo. Estuve a su lado en el mayor bajón por el que pasó, culpa de su primera ruptura, la vi caer y descuidarse durante demasiado tiempo. Pero nunca imaginé que sacrificaría su sonrisa así por la pérdida de una amiga, por que le dijera adiós.

martes, 7 de mayo de 2013

una madre protege siempre a sus hijos


  ―Todas las pruebas apuntan a ti ―la inspectora soltó sobre la mesa un montón de papeles agrupados en carpetas de cartulina―. Mira estas huellas; son las tuyas. Es demasiado perfecto.

La interpelada se giró lentamente.

  ―Te dije que no te involucraras.

  ―El fiambre era mi prometido. ¿Lo has olvidado? No quiero creer que tú lo apuñalaras doce veces. Doce. Charlie no era la mejor persona del mundo, pero nadie se merece eso.

  ―¿Eso crees?

  ―¿Tú no?

  Su rostro amargado se iluminó con un intenso haz que entró a través de la cristalera. Un instante después, sólo quedaba la luz de las farolas que llegaba hasta aquel cuarto piso del edificio. Un trueno hizo temblar los cristales.

  ―Una madre protege siempre a sus hijos.

  ―¿Para que no me casara con él? Charlie había cambiado. Ya no era capaz de ponerle el dedo encima ni a una mosca.

  ―¿Recuerdas lo que ocurrió aquella noche?

  ―Sabes que no. La copa no me sentó bien. Me desperté en la cama sobre las ocho.
La madre fue hasta el sofá y abrió la cremallera de uno de los enormes cojines blancos. De entre la gomaespuma sacó una bolsa de basura y extrajo su contenido. La inspectora se alarmó.

  ―Esa es la blusa que llevaba. ¿Y esas manchas?

  ―Creo que sabes de quién son.

  ―¿Qué insinúas? ¿Por qué tienes tú mi ropa?

  ―Porque una madre protege siempre a sus hijos.

martes, 30 de abril de 2013

la carrera


  Al sonido del disparo los chicos se alejaron a gran velocidad de la línea de salida. Los 100 metros lisos parecían un gran reto a ojos del pequeño Timmy, pero con los 14 años recién cumplidos supo que aquel año lo conseguiría. Era sólo una carrera entre algunos vecinos y amigos del barrio, aunque ellos se sentían como en las olimpiadas. El viento en la cara y las piernas moviéndose más y más rápido casi sin pensarlo le hacían sentir que podría conseguir cualquier cosa. Desde que eran pequeños habían organizado esta competición, y todos habían ganado alguna vez. Todos menos él. Deseaba más que nada ganar por lo menos una sola vez. No era simple encaprichamiento, la chica que le gustaba lo animaba desde las gradas. Timmy se había guardado en el bolsillo del pantalón unas piedras a las que les pensaba dar un perverso uso.  Lanzó una y el chico más rápido tropezó con ella. Lanzó las demás y, uno a uno, todos perdieron el equilibrio  o acabaron con heridas en las piernas –bien por el impacto de la piedra angulosa, bien por la caída-. Ya sólo quedaba el más pequeño del barrio, Toby, que tenía 8 años. Era como mirarse en un espejo años atrás, siempre quedaba el último. De él no había que preocuparse, no lo alcanzaría. Todo orgulloso se dio la vuelta al llegar a la meta. Se desconcertó al ver que se encontraba solo. No estaban siquiera el niño o la chica de las gradas.

murió el que era


  Nunca fui un chico muy hablador en el colegio y los pocos amigos que conseguía eran tan duraderos como un cubito de hielo en mitad del desierto del Sáhara. Prefería sentarme en un banco o mecerme en un columpio mientras leía un libro de fantasías, sobre héroes que luchaban en nombre del bien y salvaban personas. Nadie me entendía, pero tampoco me criticaban. Simplemente era como una mancha más en la pared de colores del patio del recreo. Un día llegó un nuevo compañero a mitad de curso. Pensé que sería mi gran oportunidad para hacer un amigo de verdad. Él no me conocía de nada, así que podría ser yo mismo sin que me prejuzgaran. Cuando llegó el descanso salimos todos corriendo al patio, muchos de nosotros para llegar antes al tobogán nuevo. Pero yo me acerqué al chico nuevo. Tenía el ceño fruncido, parecía enfadado. Supuse que yo también lo estaría si me hubieran cambiado de colegio y no conociera a nadie. Con el bocadillo en la mano y envuelto en papel de plata lo saludé con una sonrisa de oreja a oreja. Sin mediar palabra me empujó, caímos al suelo yo y el bocadillo de queso y mantequilla. Se rio a carcajadas apuntándome con su rollizo dedo índice, cogió mi almuerzo y se fue a la otra punta del patio. A partir de entonces todos los días fueron igual. Día tras día, tras día, tras día… Aquella pesadilla se prolongó hasta el instituto. No podía recurrir a nadie que me ayudara, ni siquiera a mis padres o al jefe de estudios porque en el mismo momento en que se encontraba frente a algún tipo de autoridad sacaba a relucir su lado más santo. Sólo le faltaban las alitas y la puñetera aureola. Entonces comprendí que guardaba a ese diablillo especialmente para mí. Los últimos años de instituto fueron más duro que los demás. Sus agresiones no se limitaron a quitarme el bocadillo, sino también mi dinero y, si me resistía, una buena paliza. Curiosamente nunca me dejaba marcas. No era algo impulsivo del momento, sabía dónde y cómo infligir daño sin dejar ni rastro ni pruebas. No tenía ni idea de hasta qué punto llegaría a ser capaz aquel chico.

  Estaba de vuelta a mi casa de la biblioteca cuando en un callejón algo brillante me llamó la atención. Era él. Acababa de sacar una navaja, estaba amenazando a un chaval bastante más pequeño que yo. Era un canijo, un enclenque pegado a unas gafas. Temblaba tanto que perdió el equilibrio y se desplomó. Yo nunca pude pedir ayuda, nunca nadie me socorrió, tuve que aguantarlo todo totalmente solo. La impotencia que sentía no hacía más sino acrecentar mi rencor, las ganas que tenía de partirle la crisma en dos y despedazarlo. Y la ocasión se presentó. Y además estaría salvando a alguien. Sin pensarlo me abalancé contra él y lo estampé contra el suelo de ladrillos. Un puñetazo en la mandíbula, otro en la nariz, en un lado, en el otro. Jamás me había sentido tan bien. Cuando empezaron a dolerme los nudillos estrujé con todas mis fuerzas su grasiento y seboso cuello. Decidí que ya no lo necesitaría más. A los pocos segundos algo me agarró el hombro y me arrojó unos metros atrás. Era un policía. ¡Qué bien, la justicia había llegado! Un poco tarde, ¿no? ¿Dónde se supone que estaba cuando de pequeño me escondía en el lavabo de las chicas para que él no me pegara? ¿Y qué hay de la vez que me colgó del perchero más alto? ¿Tenía cosas mejores que hacer cuando me encerró en el cuarto del conserje todo un día entero? Arremetí contra el hombre uniformado, el protector de la ley y de los indefensos. Ya no podía pensar más, mis puños se movían solos, al igual que mis patadas acertaban ellas solas en las rodillas de aquel hombre.  Aparecieron más policías que me estamparon de pronto contra la pared y me sujetaban los brazos mientras me colocaban las esposas. Con el chico hacían lo propio. Eché un vistazo hacia donde él estaba. El enano había desaparecido y sólo quedaba aquel cabrón. Me miró a los ojos y dijo: “Sabía que eras igual que yo”.

lunes, 11 de marzo de 2013

por qué empecé a escribir sin ella

[En este ejercicio debíamos empezar por el título y, en base a él, escribir el resto.]


  Echaba de menos el gel de coco con el que ella se solía duchar, que alternaba con otro de chocolate. Los botes estaban vacíos desde hacía ya tiempo, así que compré un par nuevo. Ella solía decirme que era para que saboreara su piel y curioseara con mis manos aquellas zonas que sólo me dejaba a mí al descubierto. Y se solía salir con la suya. Cerrar los ojos y disfrutar de la fragancia me hacía creer que todavía podía estar acurrucada a un lado de la cama o en el baño a punto de salir exhibiendo su último modelito de lencería pícara. A veces le daba frío cuando se lo ponía en invierno, pero yo me aseguraba de apretarla contra mi pecho y acariciarla desde los hombros pasando por los costados hasta donde me permitieran alcanzar las manos. Sin embargo, todos esos momentos terminaron. Hace unos meses una bala en su pecho puso fin a lo más maravilloso que me había pasado nunca. Al principio las sábanas secaban mis lágrimas, siempre reservando un hueco en la cama, reservándolo para cuando volviera del trabajo. Una noche dormí abrazado a su camisón de seda favorito. Tenía una mezcla de olores frutales y dulces. A la noche siguiente me sentí vacío abrazando algo tan pequeño. Sin pensarlo vestí a la almohada con el camisón. La semana siguiente compré un maniquí acolchado y al mes siguiente le puse la peluca más parecida que encontré. Apareció sin avisar mi mejor amigo en casa. Dijo que me había llamado reiteradas veces y que en la empresa no sabían nada de mí, que estaban a punto de despedirme. Me encontró en el dormitorio, colocándole una máscara que yo mismo había pintado. Las horas y los días siguientes son una espesa niebla que no soy capaz de disipar.

  Hoy vivo en una habitación acomodada, con una cama individual y un escritorio. De vez en cuando viene una señora a traerme un plato de comida y una botella de agua. Dos veces a la semana nos dejan elegir un yogur del sabor que más nos guste, pero nunca me traen ni de coco ni de chocolate por más que insisto. Dicen que tengo que poner en orden mis ideas y aceptar lo ocurrido. Me obligan a escribir todos los días. Sobre lo que sea, no importa cuánto. Tengo a mi disposición ceras de colores y un pequeño cuaderno en el que estoy escribiendo esto. Me he cansado de no comprender por qué no puedo volver a mi casa. Según las normas tengo prohibido usar portaminas o bolígrafos porque son muy afilados. Esta regla no va por todos, me dijeron, sino por algunos, pero para solidarizarnos con ellos tampoco los usamos los demás. La última vez que vino a traerme comida la señora se le cayó uno de esos instrumentos. Jugueteo con él entre los dedos mientras medito, haciendo pequeños malabares como los que hacía mi chica de chocolate y coco. Esta noche será la última que duerma sola.

jueves, 28 de febrero de 2013

la cantante - Javier Tomeo

[En este ejercicio tomamos un relato bueno y lo deformamos. Hasta ahora hemos procurado hacerlo bien, evitar los errores. Pero aquí los hemos cometido adrede. Aún no es una versión definitiva, por lo que este texto está sujeto a cambios. Los corchetes con puntos representan anotaciones que mi compañera hizo a mano y no entendí su letra. Mis disculpas.]


  La cantante se inclina hacia el pianista canoso y por debajo de su vestido rojo se le marcan las bragas, porque no hay talla de faja que contenga ese culo. No importa. Ni siquiera los más guarros aprovecharían este momento para tocarle el culo. Se vuelve hacia el público y sonríe. Su dentadura es perfecta, ya que le costó un ojo de la cara. Se la pusieron hace un año. Lleva el pelo recogido en un gran moño y esa horterada de flor amarilla prendida en el pelo negro, nada que ver con la canción de la muy reconocidísima y […] cantante Mª Dolores Pradera.

  El pianista levanta la mano derecha, no porque sea de derechas, por encima del teclado y engarfia los dedos. Su gran nariz de canónigo intrigante hace suponer a ciertas mujeres que es hombre sexualmente bien dotado, como bien es sabido, el tamaño de la nariz es directamente proporcional al tamaño de la pilila. Le atormenta, sin embargo, el reuma porque la pensión donde vive es muy húmeda. No puede doblar como quisiera los dedos de la mano. Tiene los nudillos hinchados. Lo más probable es que con esos dedos no pueda tocar bien el piano, ni ninguna mujer. Total, le quedan dos telediarios…

  Sobre el piano, en un florero desportillado, unos cuantos geranios de plástico y el retrato descolorido de una mujer puesta en un marco de terciopelo rojo.

  La cantante entorna los ojos y finge un estremecimiento, se arrepiente de no haber ido al baño. La vieja canción que se dispone a cantar la traslada siempre a los brazos de un hombre que hace años se fue con otra puta –será cabrón-, pero al que continúa amando. El pianista continúa esperando, respirando, […]. Resopla por la nariz y vuelve la mirada hacia la mujer.

  - Dedico esta canción a mi querido público –dice ella, pensando en la vecina que esta mañana le ha dicho que estaba demasiado gorda. Como si a ella no le hubiesen quedado lorzas del último embarazo.
              
  Da otro paso al frente y se engancha el pie izquierdo en los cables del micrófono. Está a punto de perder el equilibrio y se escoña viva. Pide disculpas por su torpeza. Se aclara la garganta y empieza a cantar, pero nadie la escucha. Como está acostumbrada que le ocurra. La gente continúa hablando en voz alta y de vez en cuando, sobre un fondo oscuro de rumores y toses, salta la risa de otra mujer que ha bebido más de la cuenta. ¿No es la catequista mayor de la parroquia del Santo Cristo de las Llagas Sangrantes?
                
  Luego, al final, suenan algunos aplausos. El pianista canoso se ha quedado con la barbilla clavada en el pecho, como si se le hubiese roto el muelle del cuello –que era de esperar-. Las rosas de plástico palidecen un poco más y se alegran de ser artificiales, del chino de la esquina.

martes, 26 de febrero de 2013

caperucita roja y la fresa vengadora


  - Nos volvemos a encontrar, caperucita roja.

  La sorprendida niña dejó caer de golpe la cesta sobre la hierba hundiéndose un centímetro. Se dio la vuelta al instante.

  - ¡Una fresa que vuela!
  
  - Ya sé que mis magníficas alas blancas dejan sin aliento a cualquiera, pero ¿eso es todo lo que te llama la atención? ¿Acaso no sabes quién soy “yo”?

  Una fuerte brisa arrastró un matorral seco entre ambos.

  - ¿Una fresa parlanchina?

  La fresa voladora dio vueltas en círculos y giró sobre sí misma histéricamente profiriendo insultos –los cuales han sido censurados para no herir la sensibilidad del público fresil-. De haber sido humana se habría arrancado un mechón o dos.

  - ¡No! ¡Soy “la” fresa! ¡La alada vengadora! ¡La representante de mis hermanas! ¡La afilada hoja de la guadaña! ¡La llama vengadora! ¡Vuelo a tal velocidad que mi estela parece la de una llama de fuego!

  Considerando las posibilidades que había de que una fresa con alas le estuviera hablando, caperucita roja concluyó que debía de tratarse del melón maldito de ocho kilos que llevaba en la cesta. Sin embargo, aún era muy pronto para precipitarse. También podía tratarse de la maldición de los alienígenas que aparecieron un día -como otro cualquiera- muertos detrás de la casa de su abuelita. Por mucho que su querida abuela lo negara, aquel cuchillo que caperucita encontró en el cubo de la basura, manchado con un líquido verde espeso y algo maloliente, no dejaba de resultarle sospechosamente raro.

  - Pero basta de tanta palabrería. ¡Llévame ante tu líder! ¡Lo asesinaré cruelmente como habéis hecho con mis hermanas! Y para más inri, ¡me lo comeré con azúcar, nata y leche condensada! ¡Todo junto!

  A lo largo de su corta vida caperucita roja había visto muchas cosas en la montaña: cuervos que cantaban, lobos que graznaban, una nave espacial estrellada en el tejado de la casa abandonada, manchas de sangre nuevas cada noche en la hierba, ardillas que llevaban a cuestas melones y sandías de hasta diez kilos… Pero nunca, nunca, nunca se le había presentado en pleno invierno bajo la luna llena una fresa sedienta de una venganza muy dulce –en el sentido más literal de la expresión-. Ante tal situación sólo podía hacer una cosa…

  - Esto… ¿Abuelita? Hay un desconocido con intenciones asesinas aquí fuera –exclamó la niñita rubia hacia la derecha.

  “Hmm, viendo lo pequeña que es esta humana, su abuelita será más de lo mismo. Usaré mi técnica ninja de multiplicación de sombras, la acorralaré con mis dobles hasta el borde del precipicio que hay por aquí cerca, activaré la catapulta para que le lance un melón y, así, la gravedad se ocupará de lo suyo. Ju ju, definitivamente impresionaré a la capitana”, pensó la fresita.

  Entonces salió de entre los matorrales una figura muy alta y robusta. A penas se distinguía del resto de las sombras, pero cuando avanzó unos pasos y la figura fue iluminada por la luz plateada de la luna…

  - ¡¿Tu abuela es un camionero?!

  - ¡Oye, jovencito! ¡Sin faltar al respeto! –le propinó un derechazo.

  Sí. La figura alta y robusta era la abuelita, bien podía parecer un armario empotrado de 3x2m. Su pesada constitución inducía a error a muchos, pero su cabello blanquecino recogido en un moño, su vestido negro hasta los tobillos, el delantal tan hortera de flores y esa barba prominente del mismo color que el cabello eran absolutamente elementos propios de cualquier abuelita que se preciara.

  - ¡Abuelita, abuelita! Esta fresa dice que quiere matarnos y… y… y luego comernos.

  - ¡¿Quién ha osado asustar a mi nietecita?!

  La gran abuela sacó un bazuca del delantal de flores rosas y amarillas y se lo echó al hombro. Apuntó directamente a la fresa.

  - ¡¿Pero de dónde ha sacado eso?! –la pobre fresita no daba crédito a lo que veía.

  - ¡Oh, no! ¡Es el fin! Abuelita, por favor, ¡no lo uses!

  - Tres… Dos… ¡Fuego!

  La abuela activó el artefacto y ¡BUM! Un montón de gatitos con cascabeles anudados con un lacito en el extremo de la cola salieron disparados de él. La fresa profirió un ruido muy agudo y potente, tanto que caperucita casi no pudo soportarlo ni tapándose las orejas con todas sus fuerzas. Los felinos empezaron una fiera persecución con la fresa alada de objetivo.

  - ¡Anda! Pues sí que parece una estela de fuego.

  La abuela le pasó un brazo por los hombros a caperucita mientras contemplaban el paisaje nocturno. Allá a lo lejos resonaban los cascabeles junto con los graznidos de los lobos,  quejándose de que hubieran interrumpido sus veinticinco horas diarias de sueño. Abuela y nieta suspiraron profundamente, llenando así sus pulmones de olor a melón fresco y pino.

  - Abuelita, lo del cuchillo…

  - ¡Anda, niña! ¡Déjalo ya! Que tú a mí no me engañas. Que lo he llevado al CSI y han encontrado tus huellas. Que no estoy senil, no me vas a cargar el muerto. Ahora tira p’adentro y termínate el potaje.